Solemos vivir tanto en la mente que podemos llegar a olvidar que tenemos un cuerpo. Los pies, las rodillas, la espalda, el cuello… son los grandes desatendidos de nuestra actividad diaria. Con el modo con el que empujamos el tiempo cada día, vamos tan rápido que el cuerpo se va quedando atrás silenciado y estoico, soportando nuestras carreras, reaccionando únicamente cuando ya no puede más.

Porque cuando lo movemos o nos paramos es cuando empieza a gritar. Es triste que sea solo en estos momentos cuando le escuchemos.

Por esto es importante también realizar ejercicios de consciencia corporal, bailar o deporte para desentumecer y empezar a acostumbrarnos a su voz. A través del movimiento abrimos la escucha a nuestro cuerpo observando si tiene obstáculos, si está dolorido o desequilibrado o, por el contrario, si su movimiento es fácil y flexible.

También los masajes y el tacto aportan luz a zonas olvidadas, rescatan del olvido partes nuestras que suelen estar acalladas. Y cuando las despertamos suele ser con alegría y dolor, alegría por el reencuentro y dolor por la larga espera, por la recuperación de la atención y las ganas de retornar a la fluidez.

Vivimos en una eterna nostalgia de poder respirar con todo nuestro potencial desarrollado, de poder ser lo que somos realmente. Para ello necesitamos que todos los elementos que nos conforman puedan expresarse, expandirse y realizar adecuadamente sus funciones. Reconocer, aceptar y dar voz a todas las partes de nuestro cuerpo es esencial para poder habitar el espacio donde estamos, poder conocer nuestra realidad y establecer nuestros propios límites.

Foto de Ahmad Odeh en Unsplash